En el campo los amaneceres son más hermosos
Prefiere estar siempre donde el deber y la utilidad la reclamen –confiesa Isabel–, pero su inclinación es al monte, rodeada de vida. La naturaleza le hace tanta falta como los pulmones al cuerpo
Por: José Llamos Camejo | internet@granma.cu
San Idelfonso, Guantánamo.—Fue un instante de nostalgia fugaz, sin flaquezas, cuando el avión dejaba la pista en busca del cielo y la mirada de la joven a través de la ventanilla encontró una palma.
Los penachos, agitados por el viento, a ella le parecían como brazos diciéndole adiós. Quiso explorar involuntariamente el futuro y, sin querer, se lo susurró a la jefa del trabajo político de su Regimiento, quien viajaba a su lado: «¿volveremos a verla?». Mariela no respondió, ni pudo evitar dos lágrimas pasajeras.
Isabel, entre tanto, al influjo evocador de la palma, recordó el «cuídate y vuelve pronto mamá, yo te espero», dicho por Isadis, su niña de nueve años; el orgullo nostálgico de sus padres al recibir la noticia de su inminente partida hacia Angola, y las palabras de admiración de compañeros de fila y de amigos de travesuras de infancia.
Una palma, en circunstancias como esa, puede hacer de llave en el alma de quien al pie de ella nació, creció y retozó; una palma remite al campo, a la existencia de otra guajira que vive en el monte, «y tengo un sitio en la cubanía». No es extraño que Isabel Rivero Pupo percibiera una caricia y un «hasta pronto» de su Isla en aquellos penachos.
Escasas jornadas habían transcurrido desde que el General de Ejército Raúl Castro Ruz, entonces ministro de las far, les planteara a ella y a sus compañeras de viaje, la necesidad de su presencia solidaria en Angola.
Cabinda, en el perímetro de una selva fronteriza con Zaire, fue su bautismo internacionalista con el pueblo del camarada Agostinho Neto, «tenía conciencia del peligro –dice–, pero no sentí miedo, tal vez por mi compromiso, por lo joven que era, y porque me siento como protegida por la naturaleza y el campo».
LA SEMILLA
Todo empezó en Santa Rosa de San Idelfonso, límite entre los municipios de El Salvador y Guantánamo. «Nací allí –refiere Isabel–, crecí entre cañaverales y palmas, jugando, imaginando, concibiendo sueños y fantasías, en ese mundo de inocencia y pureza que habita el alma y la mente de una niña, de un niño».
Recuerda que jugaban a las muñecas, a ser maestra, agricultora, soldado. El tiempo y las circunstancias le restaban frecuencia al correteo de la pequeña y sus coterráneos. Ya no eran diarias sus travesuras entre las guardarrayas y el bosquecito ralo de pinos, que animaba al paisaje del barrio.
Había crecido. Sus estudios traspasaban el umbral de la enseñanza secundaria en condición de becada. Después, ocurrió lo mismo en el nivel escolar siguiente: «eran otros lugares y amistades nuevas, distintas, pero en el campo, y eso para mí funcionaba como una adición de suerte, lo disfruté».
Un día de septiembre amaneció en una academia militar en Santiago de Cuba. Había emprendido el vuelo hasta allá, seducida por unas cuantas leyendas de patriotismo y amor escritas, mucho antes, en una sierra cubana.
Desde Martí hasta Fidel, desde Mariana hasta Vilma Espín, una extensa lista de nombres la atraía con el imán de su ejemplo. La vida militar la atrapó, «sin suplantar mi afinidad con el campo. Buena parte de la preparación y del desempeño de un militar ocurre en escenarios campestres, eso para mí fue otra dicha, me gradué como Ingeniera en Fortificaciones Militares».
EL REGRESO, EL AZAR, UN GIRO
A su regreso de Angola, en 1988, después de 17 meses de ayuda internacionalista en la patria de Agostinho Neto, la esperaba una nueva unidad. Completaría en ella los 15 años de servicio en las far, cuando un accidente aceleró su licenciamiento y el paso a la vida civil de la institución, hasta jubilarse.
Luego, otra vez los cañaverales, las guardarrayas, el campo, una fuerza gravitacional poderosa que la sacó de su entorno citadino en La Habana y la regresó a la semilla, a la Santa Rosa de su niñez. Isabel «aterrizó» en ocho hectáreas de tierra pertenecientes a la ccs Mariana Grajales, convertidas por ella en un vergel de cultivos varios y frutabomba, y en hogar de algunos animales domésticos para balancear y reforzar la alimentación.
«El campo, ya te dije, me es familiar; la tierra y yo nos llevamos bien, la especialidad de mi ingeniería es de otro sector, pero en este aplico el ingenio, lo hago con la constancia y ese espíritu que me inculcaron Vilma Espín y Victoria Arrúe.
«De ellas, de su ejemplo, aprendí que una mujer logra la meta que se proponga, eso sí, tiene que ser más fuerte que los problemas, partirle pa´ arriba y encontrar la manera de hacer hasta lo que parece imposible, sin buscar pretexto.
«Si no hay combustible para roturar con tractor, roturo con bueyes, no rinde igual, es verdad, pero también esa operación es más ecológica y sana, no contamina ni compacta la tierra.
«El lamento genera justificación, pero no trae más fertilizantes ni combustibles ni producción. Yo utilizo despojos de las cosechas y estiércol de animales, y obtengo una materia orgánica buena. Da resultados, en cada fruto de la ecología estoy aportando salud.
«Hay que aferrarse a la ciencia para vencer los desafíos que plantea la producción de alimentos, algunas plagas las combato polvoreando las plantas con ceniza al amanecer, cuando todavía no se ha ido el rocío. A veces hay que regarles agua con cubos, es trabajoso, pero necesario y posible; peor sería que se pierda la producción.
«Solo de frutabomba, en una hectárea con un marco de siembra de 1,50 x 1,50 metros, recogí más de 50 toneladas en la cosecha anterior para condiciones de secano ese rendimiento es bueno. Todo el producto lo distribuimos a través del Estado, y a precios más asequibles; otra ventaja es que tengo el banco en mi casa y lo uso, la bancarización me aligera el tiempo de cobrar y pagar.
«Mi ganancia fue muy buena y sin exprimir con los precios; cuando no hay ambición desmedida, ese equilibrio se puede lograr sin perjuicios al productor ni al consumidor. Hay que seguir en esta pelea, es estratégica, y también es necesario ponerle coto a la cuatrería, los cuatreros dañan la producción y lastiman el entusiasmo.
«El bloqueo es un monstruo con poderosas garras bélicas, económicas, tiene instinto asesino, nació para devorar a esta Revolución y, de ser preciso, matar a su pueblo entero para lograrlo, al que no ha podido ni podrá dividir ni lanzar contra su vanguardia.
«A mí no me desmotiva nadie. Tengo 58 años y siento rejuvenecidas mis energías: me levanto a las cinco de la madrugada, hago la rutina del hogar, y contemplo el amanecer. Es mi ritual, en el campo los amaneceres son más hermosos».
Entra primero que el sol al campo, asegura, «muchas veces me voy en compañía de mi esposo, que tiene también su finca y le dedica tiempo, nos ayudamos el uno al otro».
«Ahora voy a fomentar la producción de col», anuncia. Y hasta parece que le tiene el ojo puesto a la producción de arroz. Lo insinuó sin querer, con el anuncio de la pronta visita a una amiga que lo cultiva, montaña adentro, en Guantánamo: «quiero empaparme de su experiencia –dijo–, veremos qué pasa».
«Yo prefiero estar siempre donde el deber y la utilidad me reclamen –confiesa–, pero mi inclinación es al monte, rodeada de vida; la naturaleza me hace tanta falta como los pulmones al cuerpo».
—Si Isabel volviera a nacer, y tuviera dos puertas abiertas delante, la de una finca y la de una unidad militar, ¿a cuál de ellas iría?
«Me situaría como una hermana menor entre ambas. Otra vez les dedicaría mi vida a las dos y a mi madre patria; haría que se sientan orgullosas de mí».