El “pedacito” de Roxana

Por: Grether Martínez Segura

“La agricultura no es para las niñas” le dijeron un día, pero Roxana hizo oídos sordos y se atrevió. Ahora, donde antes iba a parar lo que nadie quería, crecen plátanos, frutabomba, tomate, quimbombó…

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“¿Aquí vive Roxana?”, pregunto, luego de subir las escaleras que me llevan hasta el cuarto piso del edificio 43 en el reparto Vista Hermosa, de Ciego de Ávila. “Sí, pero ella está en el huerto, detrás del basurero que está aquí al costado”, me contesta la señora mayor que conversa con la vecina.

Luego descubriré que las 10 de la mañana es un horario muy tarde para coger a Roxana Cervantes Pool un sábado en casa, que a esa hora hace rato se colgó el sombrero y la camisa para protegerse del sol y se fue a ver cómo anda “el pedacito de tierra” que, a golpe de esfuerzo, le arrebató al vertedero del barrio, y que la atenta señora es su abuela, que ayuda en lo que haga falta por tal de ver crecer los sueños de su nieta.

El apartamento 15 la vio nacer, exactamente el mismo número de años que lleva viviendo allí. Sin embargo, no fue hasta pasados los 14 que empezó a mirar “con buenos ojos” el área entre los edificios 43, 44 y 45, tan acostumbrada como estaba a que fuera ese el gran depósito a donde iba a parar todo lo que los vecinos no querían. Por eso, cuando por fin se decidió, le costó tanto limpiarlo y aún hoy, al cabo de casi un año, todavía sigue amontonando los pedruscos que no ha podido terminar de sacar.

“La verdad es que nunca tuve interés por sembrar”, dice, como quien todavía no puede creerse lo que ha logrado. El noveno grado le trajo la disyuntiva de si estudiar un técnico medio en Agronomía o irse al preuniversitario y, aunque acabó en el Instituto Preuniversitario Urbano La Edad de Oro, un buen día se sorprendió delante del herbazal pensando “esto aquí está sucio, voy a limpiarlo, lo quiero sembrar” y desde entonces el empeño se le metió entre ceja y ceja.

Poco importó que en los inicios mamá no estuviera de acuerdo, que más de un vecino viniera a contarle a la abuela que la vieron guataqueando, preocupados porque “las niñas no hacen eso”, y la anciana le preguntara una y otra vez si estaba segura de querer hacerlo.

El amor de madre, que puede resistirse tan poco a los deseos de los hijos, hizo que apareciera la guataca y ahí empezó lo más difícil. “Me escapaba de la casa, venía y metía cuatro guatacazos, pero solo lograba avanzar un trocito. Me di cuenta que no podía sola”.

Septiembre de 2021 marcó el inicio en el que, gracias a la ayuda del primo Yoan, apenas necesitaron dos semanas para dejar todo listo. Después de eso, supo la familia que Roxi —como cariñosamente la llaman— iba en serio con lo del huerto y ello bastó para que abuela empezara a llevar la merienda; mami diera mil carreras entre Vivienda y Planificación Física para aclarar dudas legales y después viajara hasta Villa Clara en busca de mejores precios para la manguera con la que ahora trae el agua desde el cuarto piso para regar, pues “antes tenía que cargar tanquetas”; y el abuelo terminara enseñándole a guataquear, “porque ni eso sabía”.

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Lo primero que sembró fue el plátano, recuerda, mas hoy la lista sigue creciendo: ají pimiento, yuca, espinaca, boniato, ajo puerro, zanahoria, habichuela…, hasta tilo, albahaca y copal, plantas medicinales gracias a las que, más de una vez, su abuela ha podido controlar la presión arterial.

Semillas de ajíes que fue recopilando en casa, otras que le regalaron amigos de la familia y los “hermanos” a los que la une la misma fe con la que cree en ese Dios que “diseñó este propósito y me ha ayudado a salir adelante”, han hecho pequeño un espacio donde los pimientos y el quimbombó crecen entre los bananos con la intención de “aprovechar cada espacio”.

“La tarea es difícil, agotadora”, dice mientras descubre los ajíes pimiento que van viento en popa y se seca el sudor al que la tiene acostumbrada el sol del mediodía. No obstante, “vale la pena el esfuerzo cuando ves cómo crece lo que has sembrado con mil sacrificios”. Los mismos sacrificios que le han permitido servir con viandas, hortalizas y especias la mesa de su casa y la de muchos vecinos con los que ha compartido el fruto de su trabajo, para compensar también la ayuda que le han brindado, aunque siempre haya a quien le parezca demasiado su “atrevimiento”.

Que ahora presuma de los tomates cherry que allí crecen, a los que se ha vuelto adicta, o que sepa que es mejor sembrar el boniato en menguante, se lo debe a vecinos como el ingeniero Alfredo, quien le salvó los ajíes cachucha de la plaga de la mosca blanca y le enseñó de pesticidas orgánicos como la tabaquina, o a José Aballí, quien, cuando regar se le hacía complicado, ponía a su disposición el agua de su apartamento.

Mientras conversamos, más de uno pregunta a lo lejos cómo marcha la cosecha, que ha salido adelante a fuerza del mejor de los abonos: el empeño de esta joven que ya contagia a otros de mayor edad, entre ellos “el viejito Teófilo” —como lo apoda de cariño—, que preparó una pequeña parcela donde retoñan los bejucos de boniato.

No solo con las plagas ha debido lidiar Roxana desde que decidió que allí la tierra podía dar de comer, sino también con quienes le han destrozado canteros. Por eso no podrá estar más tranquila hasta que logre mejorar la improvisada cerca perimetral que ha levantado de a poco con los recursos que ha podido encontrar.

Pudiera parecer que nada le importa más que el huerto, sin embargo, ella tiene muy claro el camino: “La escuela es lo primero. Quiero ser ingeniera agrónoma”. Sabe que ahí no se llega tan fácil, más cuando le aterra tanto la Matemática, a la que le dedica todas las horas que hagan falta, pues, aunque apenas cursa el décimo grado, tiene claro que todo tiempo es poco para aprender.

Por lo pronto, se sigue atreviendo con el surco y a “el pedacito” le va sobrando el diminutivo, si, como afirma Roxana, “no importa cuánto mide, lo importante es lo que produce”.

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Por: Grether Martínez Segura29/08/2023

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